Los “guajoloteros” de Amecameca, aquellos icónicos urbanos que alguna vez recorrieron las calles de este pueblo mágico, son ahora parte del recuerdo colectivo de generaciones que vivieron sus días entre risas infantiles y el bullicio de las esquinas. Pintados en tonos amarillos, blancos o café claro, estas unidades de transporte, robustas y llenas de carácter, marcaron una época en la que el tiempo parecía transcurrir más despacio.
El sonido ronco de sus motores anunciaba su llegada desde lejos, como un rugido familiar que invitaba a subir a bordo. Estas máquinas, como la que muestra la fotografía, con su frente cuadrado y su carrocería desgastada pero funcional, representaban mucho más que un simple medio de transporte: eran los testigos móviles de historias cotidianas. Su recorrido iniciaba por la calle de Libertad, avanzando con lentitud hasta Nicolás Bravo, para después bajar por 5 de Mayo y finalmente unirse a Independencia, llevando a los escolares hasta la puerta de la Primaria Gregorio Torres Quintero. En cada parada, la vida se subía con ellos: amas de casa con sus canastas, estudiantes cargando mochilas pesadas y trabajadores que intercambiaban saludos con el chofer, ese hombre que todos conocían por nombre.
Aquellos urbanos, más tarde apodados “guajoloteros” por su andar peculiar, también fueron parte del paisaje que arropaba al pueblo. El edificio del fondo en la foto —desaparecido hace ya tiempo— guarda en sus ladrillos el eco de lo que alguna vez fue: la mueblería México, la zapatería, el billar, y hasta la cantina Montecarlo, donde los hombres del pueblo terminaban sus días de faena. Todo esto quedaba plasmado en los vidrios polvorientos de los camiones, como una postal viva del ayer.
Las bases de los urbanos también tienen sus propias anécdotas. Se cuenta que una de ellas estaba justo donde ahora permanece la estructura de la antigua panadería La Flor de Ameca, un lugar que, aunque ya no cumple la misma función, sigue de pie como testimonio de los días en que los guajoloteros partían a su jornada.
A pesar del caos aparente, había una sincronía mágica en el sistema. Los niños bajaban con prisa, las señoras pagaban con monedas exactas y los choferes, con un humor agridulce, gritaban los destinos a viva voz. Cada trayecto era una travesía que dejaba algo: una amistad nueva, un saludo al vecino o un simple vistazo al volcán que custodia silencioso el valle.
Hoy, los “guajoloteros” solo existen en las memorias de quienes los vivieron, en los relatos de una época donde no había celulares, pero sí una vida más pausada, donde el viaje no era solo un traslado, sino una experiencia. Amecameca ha cambiado, pero los recuerdos persisten, imborrables como el aroma a pan recién horneado de la panadería, o el murmullo de las calles que estos vehículos tanto conocieron.
Porque, al final, cada vez que alguien evoca a los “guajoloteros”, no solo revive una época de transporte, sino el latir de un pueblo que sigue contando su historia, una parada a la vez.
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